Jorge Alberto Gudiño Hernández
25/02/2023 - 12:05 am
Roald Dahl
Pensar en contener dentro de la jaula de cierta corrección a un autor con imaginación desbordada suena mucho más ruin que todo el daño imaginario que, para sus detractores, podría hacer la lectura de un texto en donde se le dice gordo a un niño que, en efecto, es gordo.
En una decisión por demás polémica, los titulares de los derechos de la obra de Roald Dahl y sus editores en Reino Unido optaron por suavizar parte de los contenidos de sus libros. La serie de argumentos que lo justifica apunta a que, en muchos casos, los epítetos que describen a personajes son ofensivos, estigmatizan o podrían insultar a lectores sensibles; además de la ya muy manoseada intención de volverlo todo políticamente correcto. Es decir, ya no habrá gordos, feos, negros o blancos. Esas palabras estarán ahora vedadas de la literatura de uno de los grandes autores para público infantil y juvenil.
Por fortuna, varias editoriales encargadas de traducciones en el resto del mundo han dicho que no incorporarán tales cambios. En este caso, sus argumentos apuntan a la idea del respeto por los originales. Si los libros de Dahl han tenido tal éxito a lo largo de décadas, quizá se deba, al menos en parte, al uso del lenguaje del autor, a estos adjetivos y descripciones cargadas de posibles insultos. Habrá que ver si, a la hora de hacer valer los contratos, los dueños de los derechos no obligan a las editoriales en lenguas extranjeras a hacer dichas modificaciones. Ojalá y no.
La discusión se ha abierto un poco, pues hay quien asegura que Dahl era antisemita o que despreciaba a ciertos tipos de personas y sus prejuicios guiaban a su pluma. Podría ser. Incluso así, considero que es irrelevante y que no se deberían modificar sus palabras.
Lo primero que se debe considerar es que si hay quien se ofenda por leer a Dahl, que deje de hacerlo. Libros hay para todos gustos y con diferentes grados de provocación, tanto en los niveles lingüísticos como en otros más profundos.
Pensar en contener dentro de la jaula de cierta corrección a un autor con imaginación desbordada suena mucho más ruin que todo el daño imaginario que, para sus detractores, podría hacer la lectura de un texto en donde se le dice gordo a un niño que, en efecto, es gordo.
Llama la atención esta suerte de censura pues los personajes de Dahl suelen ser retorcidos, se alejan de modelos de conducta ideales y resultan cuestionables. Algo que, sin duda, ayuda a la comprensión del otro. Ahora resulta que nos debemos preocupar más por la forma en que un narrador describe a un personaje dentro de la ficción que por ser testigos de cómo alguien sin merecimientos (o, peor aún, con conductas criminales) triunfa en nuestro mundo.
Todo apunta a que el intento de cancelar los originales se debe más a una cuestión comercial que a valores literarios o, incluso, políticos: al parecer, el universo de Dahl, sus derechos y demás, han sido adquiridos por una plataforma que está lista para lanzar versiones edulcoradas como series o películas. ¿Qué es más perverso, entonces: la idea de maltratar a un personaje o la de hacer dinero a cambio de modificar la obra original de un autor icónico?
Es claro, la ficción de los últimos milenios no siempre se ha preocupado por ser políticamente correcta, amable, de fácil digestión ni mucho menos. Al contrario, las obras que van resistiendo el embate del tiempo son aquéllas donde privan las pasiones humanas. Éstas, por definición, no están sometidas a la racionalización de la censura. Se ha dicho al leer nos volvemos más libres. Valiente interpretación de esta libertad es la de adaptar las obras para lectores sensibles. Hay veces que no estamos conscientes de ello, pero vale la pena remarcarlo: la buena literatura suele ser incómoda.
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